¿Realmente pasó de moda la verdad?
Con este título comparto algunas expresiones de un brillante escritor y filósofo latinoamericano que reside en España desde 1987. Se trata de Roberto Blatt, nacido en Montevideo, Uruguay, en 1948. La publicación que nos ha servido como fuente (indicada al pié de la presente) es una entrevista, realizada a propósito de la presentación del libro ‘Historia reciente de la verdad’, de la autoría de Blatt.
Este uruguayo residente en Madrid es Blatt es asiduo articulista (El País, El Mundo, Revista de Occidente…), traductor de Walter Benjamin, asesor literario, ideólogo y creador del Canal Odisea y del canal Historia.
En este escrito podremos encontrar alusiones a las verdades al peso (cuantificadas en los ‘me gusta’ recibidos), verdades entronizadas del lado de la opinión, más que de la verificación, verdades alumbradas por la ficción, con nostalgia de revelación divina, verdades endebles y absolutas, inocentes y fabricadas, necesarias, comerciales, insurrectas, anestesiantes
Habremos escuchado muchas veces aquello de que “del dicho al hecho hay un buen trecho”. ¿Habrá sido ese un modo de referirse a lo que suele ocurrir entre las opiniones frente a los hechos? ¿Será que la llamada posverdad data de hace mucho? Dejemos que lo explique Roberto Blatt, en el texto que sigue. ¡A disfrutar de este manjar (para leer)!
¿Qué es para Roberto Blatt «la verdad»?
Tal como lo entiendo, la evolución de esta noción, planteada desde un punto de vista laico, es decir, que no emerge de una revelación milagrosa ni de una clase privilegiada para interpretarla, descarta la formulación de una definición genérica del concepto verdad. Solo podemos definir lo que ya es sobradamente conocido y reconocido cuando su realidad se da por sentada. Respecto a la verdad, se trata de establecer cuáles son las condiciones y procedimientos que validen la búsqueda, investigación y confirmación de toda preposición teórica o práctica. Y una vez aplicadas de forma rigurosa, el resultado a menudo es sorprendente o inesperado. Dependiendo de si se trata de un tópico científico, documental o emocional, su carga de verdad se determina a partir de la aplicación lo más consensuada posible de unas respectivas y variadas técnicas de investigación y verificación. Incluso dentro del ámbito científico, los procedimientos han cambiado a lo largo del tiempo. Para Aristóteles, solo la deducción lógica garantizaba la veracidad de un postulado mientras que rechazaba la observación por ser poco fiable. En cambio, todos sabemos que la ciencia moderna y, en gran medida, el saber en general, se basa precisamente y fundamentalmente en la observación. Nada de esto significa que la verdad sea relativa o, peor aún, arbitraria o personal, sino todo lo contrario: debe cumplir con requisitos, aunque puedan evolucionar en el tiempo. Un ejemplo reciente: el probabilismo (detestado por Einstein para quien «Dios no juega a los dados con el Universo») propio de la física cuántica se aparta del tipo de confirmación unívoca exigida por la física clásica. La información periodística, la más propensa a equívocos, gozaba, a partir de su implantación a comienzos del XIX hasta finales del XX, de una credibilidad muy amplia basada en reportajes y testimonios de especialistas in situ, en principio independientes de las autoridades que solían monopolizar la información en el pasado. Todo ello ha cambiado recientemente con las redes sociales, donde la verdad se atomiza y personaliza hasta el punto de renunciar a criterios colectivos de verificación.
Con la ‘pérdida’ del imperio de las religiones –en Occidente, de la católica–, hubo un intento tripartito de buscar una verdad sustitutoria mediante el psicoanálisis, el marxismo y el estructuralismo, que no fracasó pero tampoco logró un reinado total. ¿Existe en el hombre posmoderno una nostalgia de absoluto, como dice Steiner?
La primera reacción que se produjo ante el debilitamiento de la «verdad revelada», propiedad exclusiva de las grandes instituciones religiosas, sobre todo de la Iglesia que le garantizaba extensión universal y validez absoluta, fue su paulatina sustitución por utopías seculares de izquierdas y derechas, las llamadas ideologías, prometedoras de felicidad en la tierra en un futuro más o menos próximo, en lugar de paraísos post mortem. Aunque terrenales, pretendían representar verdades igual de universales y absolutas que las religiosas, y en efecto, ninguna ideología consigue sostenerse sin apelar a una fe similar a aquellas. Y tampoco se salvaron de herejías y subdivisiones más o menos exóticas. El utopismo laico jamás fue homogéneo, sino que dio lugar a múltiples movimientos enfrentados, así como a diferentes teorías globales del «todo» como el existencialismo, el positivismo o el psicoanálisis, todos ellas de discutible si no imposible validación global, salvo como respuestas parciales de demostrable eficacia a problemas o aspectos específicos de la realidad. La perpetua vocación de infinito, como la llamas –aunque hoy en día tiende a reducirse al personalismo más estrecho, como la búsqueda del verdadero yo–, demuestra la persistencia de lo religioso, sin que ello signifique para nada un acercamiento a la verdad.
La verdad objetiva ¿se ha sustituido por su representación?
La verdad objetiva, cuando no se reduce a un planteamiento metafísico sobre una supuesta, inamovible (e indemostrable) realidad que está ahí afuera, representa el más amplio consenso
posible sobre cualquier tema que permita sin grandes malentendidos una conversación pública, lo contrario de la mera opinión. He utilizado el verbo representar porque toda expresión veraz intenta precisamente eso: volver a presentar al intelecto una experiencia que, si bien tiene un origen individual, busca compartirse en el lenguaje apelando a lo que se asume como vivencia común. Otra cosa es la manipulación teatralizada de esa experiencia con intenciones ulteriores que al ojo crítico se revela como mera representación, o sea, falsa o sobreactuada presentación de la realidad como la que tienden a hacer la publicidad y la propaganda.
Que la credibilidad de la prensa esté en entredicho hoy en día, ¿qué nos sugiere?
Hasta hace una década, la prensa, con toda justicia o no tanto, se aceptaba casi como la antigua verdad revelada: «Mira, que salió en el periódico». El relativo colapso de esa credibilidad tiene varias razones y sólo una de ellas es la revolución digital. Como bien señala David Simon, el creador de The Wire, antes de la implantación de la red, para mejorar beneficios, las grandes cabeceras redujeron plantillas en número y calidad, de manera que cuando llegó internet no había cómo competir contra sus servicios inconfirmables pero gratuitos. Paradójicamente, la recuperación de los grandes periódicos se está produciendo en el otrora denostado espacio digital, ya no en papel, y gracias a que vuelven a ofrecer servicios informativos y análisis de alta calidad que justifican la suscripción de pago.
Nuestra idea de verdad sobre el mundo viene dada tantas veces por los medios de comunicación. A la hora en que estos seleccionan en qué verdades se detienen, ¿hay más de intereses ocultos, de espectáculo, de contingencia?
Los intereses ocultos, de espectáculo y de contingencia no son nuevos; véase el impacto que desde la Antigüedad tuvo el adoctrinamiento inspirado por pirámides, catedrales y códices sagrados. A pesar de los siempre existentes intereses inconfesados o inconfesables, la ausencia de un monopolio y de una censura oficializada de la información ha sido un gran avance todavía vigente en una parte del mundo. Se alega que el incentivo comercial es igualmente deformador de la verdad y, sin duda, la redacción responsable de un periódico se debe a los intereses de sus accionistas, pero cierta pluralidad está asegurada porque el público tiene la última palabra. Cuando un segmento de opinión no se siente representado, se convierte en un incentivo para la aparición de un medio rentable nuevo. Algunas empresas como Atresmedia, para maximizar su mercado, no se sonrojan por controlar medios de inspiración política opuesta. A pesar de las concentraciones de medios, un fenómeno pendular, las multinacionales de la comunicación suelen acabar siempre compitiendo entre sí, dejando significativos espacios de libertad periodística. En regímenes incluso imperfectamente democráticos, los monopolios de información brillan por su ausencia, no tanto por razones morales sino porque no son rentables. Otra es la realidad en regímenes autoritarios: Putin y Erdogan, que controlan y cierran medios, tienen más fácil imponer en exclusiva su visión del mundo que Trump la suya en EEUU, donde, como mucho, puede acusar a los que le son críticos de difundir mentiras. La ausencia de discrepancia, además de intelectualmente poco atractiva, y quizá por ello mismo, es comercialmente contraproducente: aunque es gratuito, a nadie le interesa Granma, el único órgano legal de información en Cuba, excepto para envolver la compra.
Cuando se trata de convencer al otro, ¿pesa más el territorio sentimental que el argumentario? El verdadero desafío para la prensa como árbitro de la verdad están siendo las redes sociales donde la necesidad de acumular «me gusta» para reforzar la autoestima desplaza a la argumentación. Efectivamente, el mercado de la información veraz, con todas sus deficiencias, se sustituye por la demanda de reconocimiento personal, una necesidad emocional: el vano, nunca mejor dicho, triunfo de la opinión propia sobre una verdad colectiva. Esta degradación se puede explicar en parte por el hecho de que jamás en la historia de la humanidad hemos estado tan informados, a pesar de las estrategias de desinformación que también proliferan, a la vez que nos sentimos impotentes para incidir sobre esa hiperrealidad que se nos impone.
¿Qué tipo de verdad encontramos en las obras de ficción (por ejemplo, entre las que usted menciona, A sangre fría, Dune…?
En mi libro señalo que el periodismo y la novela realista nacen juntos. De hecho, la ficción ha servido como modelo narrativo para organizar la información que el periodismo debe extraer de un flujo continuo de eventos, aportándole a la noticia una estructura que cuenta, nunca mejor dicho, con un comienzo, desarrollo y desenlace, en general novedoso e idealmente, sorprendente. En eso el realismo se diferencia de la narrativa religiosa, siempre ilustración de una verdad ideal predeterminada. Las visiones intimistas de Proust, documentales de Truman Capote, incluso las fantásticas de Kafka y especulativas de la ciencia-ficción, han actuado como aproximaciones a una realidad dinámica compartida que requiere la movilización interactiva de nuestra propia percepción creativa. En cambio, ahora priman las estimulaciones de gratificación inmediata y los efectos especiales, sobre todo visuales, dada la inmediatez de su impacto. Son características encarnadas en videojuegos de sofisticada y voluntaria irrealidad que nos permiten acceder a roles virtuales que trascienden sin riesgo –ni consecuencia– las limitaciones reales de nuestra personalidad….
Fuente: Etic.es